viernes, 17 de noviembre de 2017

LA PAZ QUE SE PERDIO
POR MANUELITA LIZARRAGA

“CAUSAS INMEDIATAS DE LA REVOLUCION MEXICANA DE 1910”.
México, dice el historiador Luis Gonzalez Obregón en el transcurso de poco más de un siglo ha tenido tres grandes revoluciones que lo han conmovido hondamente; no contando por supuesto los muchos “cuartelazos” y pronunciamientos consumados por caudillos militares, o por jefes civiles de facciosos, sin otras miras que las de satisfacer ambiciones personales o bastardos intereses de partido.
La primera de estas tres revoluciones fue provocada por la iniciación de la Independencia; la segunda, originada por la proclamación del “Plan de Ayutla”, y la tercera tuvo sus raíces en el “Plan de San Luis”. En estas tres revoluciones, sin embargo, el factor económico influyó poderosamente. Este factor forma la vértebra de nuestras diferentes etapas históricas.
El rey de España había premiado a los soldados conquistadores y a los primeros pobladores con las encomiendas y los repartimientos, que en realidad dieron origen a la esclavitud de los jornaleros y alas ilimitadas propiedades rústicas.
El clero, utilizando el dominio espiritual, fue enriqueciéndose con la adquisición de fincas en las ciudades y de haciendas en los campos, que le dejaban al morir los piadosos creyentes, voluntariamente u obligados. Los peninsulares, por su parte, sobrios y trabajadores, quizá avaros en demasía, fueron acaparando sin esfuerzo las empresas agrícolas, comerciales e industriales que se consentía florecer el monopolio y la suspicacia de la metrópoli ibérica.
¿Qué resultó de todo esto? Que al lado de las grandes fortunas, existían las grandes miserias.
Los indios, los negros y las castas, fruto de las mezclas, llegaron a constituir la clase de los esclavos en la Nueva España. Esclavos de la “tienda de raya” en las haciendas; esclavos del trabajo abrumador en los obrajes y fábricas; esclavos de las tareas agobiantes en las minas. Los criollos, es decir, los hijos de los españoles, no dejaban tampoco de ser esclavos de su miseria, pues flojos y viciosos dilapidaban las fortunas que habían heredado o que no habían sabido conservar; vivían henchidos de vanidad, haciendo versos y “ergotizando” en los colegios y en las universidades, bebiendo en las tabernas y arruinándose en las casas de juego y agotándose en los prostíbulos.
En resumen: por una parte, miseria y vicios, pereza y esclavitud en los descendientes de las razas que poblaban la Nueva España; y por otra parte, riqueza y poder, actividad y ahorro en los peninsulares que venían a establecerse en la Colonia.
Tan desiguales estados y encontrados intereses, fueron la causa de la mayoría de los males que se sufrían entonces; males que se siguieron sufriendo aun ya consumada la Independencia; porque la miseria continuaba engendrando esclavos insurrectos y la riqueza amos que dominabas, para no perder lo que poseían.
Estos orígenes de las tres contiendas sociales que ha experimentado el país se han atribuido sólo a los deseos de realizar los ideales proclamados en los planes revolucionarios, a conquistar los derechos consignados en las constituciones y a obtener las reformas contenidas en las leyes; ideales, derechos y reformas que, sin duda, han influido en los sentimientos populares para lanzarse al combate; pero la verdad es que ni la Independencia, ni la Reforma, ni el Constitucionalismo hubieran triunfado, a no haber tenido los jornaleros, los empleados y los profesionistas de la clase media, la perspectiva de mejorar su suerte, sacudiendo el yugo opresor de los detentadores de las riquezas acumuladas en los tiempos virreinales. Formada por los bienes del clero amortizados todavía después de nuestra emancipación, y por las fortunas emanadas con los grandes negocios en los gobiernos dictatoriales.

A su vez, los autores del “Manifiesto de la Convención Militar de Aguascalientes”, publicado en octubre de 1914, se expresan de la siguiente manera: “Casi todas las revoluciones pueden dividirse en dos finalidades esenciales: la política y la económica.
‘La Revolución de 1910, tal como fue difundida en el Plan de San Luis, presentó ambos caracteres. Era política al protestar contra el fraude cometido en las elecciones generales por el dictador Porfirio Díaz y al reclamar las libertades públicas sofocadas durante 35 años por el mismo déspota. Era económica al prometer remedio para la condición precaria de la clase rural y de la clase obrera. Consumada la Revolución, el gobierno el gobierno maderista otorgó toda clase de libertades, pero olvidó o no tuvo tiempo de ejecutar las reformas económicas”.
En el mismo manifiesto se expresa;
“Unos cuantos son los dueños de la tierra. La inmensa mayoría de los habitantes es propiamente proletaria. Los grandes terratenientes ni siquiera explotan debidamente sus propiedades, porque gran parte de sus tierras quedan sin cultivo, pues son dueños apáticos, rutineros y egoístas. De esta manera privan a la mayoría de los mexicanos no sólo de la propiedad de la tierra, sino de la oportunidad de trabajar esa tierra como arrendatarios o como labriegos. Esta terrible situación, apoyada en la fuerza de gobiernos tiránicos, y en la despistada influencia del Clero, ha sido la causa primera de todos nuestros males”.
Tal estado de cosas necesitaba un sacudimiento extraordinario, un cambio radical, que viniera a resolver todos los problemas insolutos, que en conjunto formaron una situación que no resolvieron los insurgentes ni los reformistas: ahora más dura y más difícil, por la raigambre secular de tantos intereses creados. La pésima condición económica del pueblo fue, pues, la causa fundamental de la Revolución Mexicana.

El más noble esfuerzo a favor de la defensa de los intereses colectivos lo hicieron las huestes acaudilladas por Cuauhtémoc, quien después de luchar contra los invasores de los dominios indígenas fue hecho prisionero por los españoles el memorable 13 de Agosto de 1521.
Desde aquel momento los conquistadores empezaron a repartirse las tierras y los hombres, como si éstos hubieran sido seres irracionales, y desde aquel momento también empezó aquel insaciable “hipo de oro”, que Fray Bartolomé de las Casas echaba en cara a sus ambiciosos coterráneos.
Esta sed insaciable de riquezas hizo que los españoles cometieran las más atroces vejaciones con los indios, que atemorizados preferían vivir entre las fieras de los bosques a estar cerca de quienes eran sus verdugos más despiadados.
Los españoles exigían de los indios los más fuertes tributos en oro, en artefactos, en comestibles o en trabajo, y así pudieron construir suntuosos templos, monasterios y magníficos palacios: todo con el sudor de aquellos indios desventurados a los cuales no se les daba ni la ración más indispensable de alimento.
Bien pronto aquellos hombres de aventura se vieron poseedores de cuantiosas fortunas y ostentaban esculpidos en piedra sus escudos nobiliarios, como símbolos de hazañas en las que campearon la crueldad y la soberbia. Una legión de indígenas constituían parte de su propiedad, y la otra, inmensas tierras que el proletario trabajaba mientras ellos holgaban y se divertían en fiestas religiosas y profanas. El verdadero bien para un pueblo lo constituye un buen gobierno. Don Porfirio Impidió que los pueblos eligieran libremente a sus gobernantes. Entre millares citamos un caso: “a la sombra del Plan de Tuxtepec, que hacía tan hermosas promesas, los vecinos de Morelia se organizaron para elegir ayuntamiento y fueron a votar. El General Manuel Gonzalez que era comandante militar en esa ciudad y compadre de Don Porfirio Díaz mandó disolver a los votantes a sablazos. Lo mismo sucedía en todas las poblaciones. Nadie votó durante 30 años; se acataban las consignas que venían de arriba; así fueran gobernadores o simples alcaldes del más obscuro poblado. La máquina gubernamental llevaba carro completo; nadie tenía derecho a penetrar, sino era de los agraciados.

El gobierno consistía en una red cuyo centro era Don Porfirio y se extendía a gobernadores, jefes políticos, alcaldes o presidentes municipales, hasta los encargados del orden en las más humildes rancherías; todos obedecían la voz del amo, como los músicos la batuta del director. Si tan basta ramificación hubiera sido para hacer el bien a los pueblos, menos malos; pero no; era una comunidad para exterminar a sus enemigos hasta aniquilarlos; para hacer negocios, siendo, los unos agentes de los otros; para solaparse sus maldades y para perseguir a quien osaba no estar sumiso a ellos. Este fue el buen gobierno de Don Porfirio, por el cual hay todavía pícaros o ignorantes que suelen suspirar. El buen gobierno de Don Porfirio levantó unos cuantos edificios costosos para escuelas, en las colonias de los ricos. Esto bastó para que se le hiciera a aquello un bombo extraordinario, pintando su administración como la de un Pericles, protector de las artes y las ciencias. Por esas cuantas escuelas (únicamente en la Ciudad de México), dejó al resto del país sumido en la más espantosa ignorancia. Fundó un Ministerio Federal de Instrucción Pública y Bellas Artes, cuya influencia llegaba apenas hasta el pueblo de Milpa Alta, en el Distrito Federal. Los gobiernos de los estados, salvo contadas excepciones, desatendieron la instrucción porque no era cosa que les dejara provecho alguno para sus bolsillos. Construían puentes, mercados, pavimentos, calzadas, etc., cuando estas construcciones representaban negocios en los cuales lucraban por lo menos la mitad de su costo, pero pagar maestros, construir edificios escolares no era cosa de llamarles la atención.
El buen gobierno garantiza la libertad que en la Constitución y las leyes otorgan al ciudadano. Pero el gobierno de Don Porfirio tenía siempre llena las cárceles de periodistas que no lo adulaban; confiscaba sus imprentas, los perseguía como bestias feroces y periodistas hubo como Don Filomeno Mata que entró 40 veces a las mazmorras de Belem. La palabra “Caciquismo” llegó a ser muy usada en México durante el gobierno de Díaz para señalar a los funcionarios que, al igual que su jefe, se perpetuaban en los puestos públicos. Los gobernadores que menos duraban en sus puestos en aquella época fueron de doce a 17 años, pero generalmente llegaron a 20 y 25 años. Al igual que los gobernadores, duraban los jefes políticos o prefectos y los presidentes municipales. A todos se les dio el burlesco mote de caciques. Los caciques habían envejecido en sus puestos, muchos de ellos era n viejos militares, coroneles, mayores, etc., de la edad de Don Porfirio, algunos alcohólicos y mariguanos como llegó a ser costumbre entre muchos elementos del antiguo ejercito federal. Estos caciques eran íntimos de los hacendados y sus compadres aunque algunos hubieran sido juaristas allá en sus mocedades. Los caciques hacían la farsa de elecciones; emprendían obras públicas autorizados por los políticos de arriba, con participación de utilidades; ayudaban a los recomendados del centro, como se decía a los que procedía de los políticos influyentes; despojaban a los pequeños propietarios de sus parcelas para aumentar la de los ricos; mandaban en cuerdas a los pobres que señalaban los hacendados, ya sea por retobados, o porque deseaban burlarles a las mujeres o a las hijas; mandaban apalear periodistas, encarcelar y deportar a quienes hablaban del gobierno; en fin, la actividad de los caciques para todo lo malo era asombrosa.
Por tan larga lista de crímenes y fechorías, los caciques llegaron a ser odiados en todos los pueblos, y como eran autoridad inmediata al pobre, sobre ella se descargaron las iras de la multitud cuando vino la Revolución. Todo México era un vasto cacicazgo; desde Don Porfirio Díaz hasta el último alcalde. Esto fue a grandes rasgos la dictadura porfirista hasta fines del siglo pasado, y que el oprimido pueblo de México provocó el levantamiento de la Revolución Mexicana de 1910, encabezada por Don Francisco Madero.
…Por el Placer de Escribir..Recordar..Y..Compartir...

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